Escuchaba
voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir.
Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el
fatídico día que supieron que mi madre no era católica.
“Sentirás
la ira de Dios”. “Tu piel será la de un asno enflaquecido”. “El fuego del
infierno quemará tus huesos”. Y una retahíla de sentencias absurdas que
vociferaban sin tener ni idea que mi madre había venido de un “Campo de
exterminio en Dachau”.
Ella
sobrevivió de la masacre, sufrió hambre y frío. La violaron, la golpearon, la
deshumanizaron hasta que llegaron las tropas rusas y sufrió nuevamente toda
clase de horrores.
A mi padre
lo conoció escapando por un campo entre bosques quemados que rebrotaban
humildes de sus cenizas. Él, la encontró exhausta en un pajonal. Herida,
hambrienta y harapienta. La llevó en vilo. No pesaba nada o casi nada. Tenía
diecisiete años. Había vivido mil.
Mi abuela
Úrsula la recibió y la curó como pudo. Ella también había pasado hambre, frío y
escondida superó las permanentes represalias de los combatientes que buscaban
algo. “Algo que no sabían qué podía ser”. Tal vez comida, tal vez hombres, tal
vez una mujer para violar. Ahí, no quedaba nada.
Mi padre
había regresado con tantas heridas como pocos dientes que le quedaban. Su
otrora cabello rubio, era un mechón grisáceo que caía sobre las mejillas
rubicundas por el hielo de la campiña. La ayudó a creer en las personas. La
ayudó a volver a sonreír. La ayudó a ser humana.
Un día se
dieron cuenta que estaban enamorados y mi abuela ofició de sacerdote o no sé
qué y los casó. Pero ella, la abuela murió de tuberculosis y ellos decidieron
irse a vivir a otro mundo. Un lugar donde olvidaran los horrores.
Yo nací en
el viaje en un barco viejo y herrumbrado que transportaba emigrantes que más
parecían fantasmas que personas.
Llegaron a
este país llenos de ilusión. Un día, como si el cielo fuera un refugio de
locos, aparecieron hermanos de mi padre que habían venido antes de la guerra.
Eran extraños. Como una cofradía. Él, los recibió con temor. Claro que un poco
de pudor tuvo por su esposa y por mí. Éramos el resultado de la refriega de
países en pugna.
Un tío de
mi padre se oponía a mi madre porque según él, no era una persona de fiar al
haberse salvado del campo. Su mujer, una persona pequeña en tamaño, pero brava
como perro sabueso hasta nos olía, para sentir si usábamos algún veneno o cosa
parecida.
Para mamá y
para mí, que iba creciendo como podía, estaban todos medio locos. No tenía
hijos y yo era su experimento educativo.
Mamá los
toleró un tiempo y un día desapareció. ¿Adónde se fue? Nadie lo supo nunca. Yo
tampoco y mi pobre padre buscándola, me dejó entre ese puñado de dementes que
creían que tenían que llenarme de Dios.
Así, conocí
a Emilia, mi profesora de música. Ella con paciencia me fue explicando muchas
cosas y pude aprender a ejecutar el piano. Gané una beca que me llevó a Milán.
Un día
caminando por una calle me pareció ver a mi madre. Atrás venía mi padre y en
sus brazos traían a un pequeño rubio de ojos grandes. Los llamé. Se detuvieron
aterrorizados. Yo les hablé para hacerles comprender que no era su enemiga. Me
abrazaron y ahora vivimos juntos y viajo a dar conciertos por los más bellos
países de esta tierra.
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