sábado, 11 de abril de 2020

SOBREVIVIENTES




Escuchaba voces que hacían temblar el espíritu de los antepasados. No podía dormir. Temblaba. Recordaba las palabras sentenciosas y malvadas de los tíos, el fatídico día que supieron que mi madre no era católica.
“Sentirás la ira de Dios”. “Tu piel será la de un asno enflaquecido”. “El fuego del infierno quemará tus huesos”. Y una retahíla de sentencias absurdas que vociferaban sin tener ni idea que mi madre había venido de un “Campo de exterminio en Dachau”.
Ella sobrevivió de la masacre, sufrió hambre y frío. La violaron, la golpearon, la deshumanizaron hasta que llegaron las tropas rusas y sufrió nuevamente toda clase de horrores.
A mi padre lo conoció escapando por un campo entre bosques quemados que rebrotaban humildes de sus cenizas. Él, la encontró exhausta en un pajonal. Herida, hambrienta y harapienta. La llevó en vilo. No pesaba nada o casi nada. Tenía diecisiete años. Había vivido mil.
Mi abuela Úrsula la recibió y la curó como pudo. Ella también había pasado hambre, frío y escondida superó las permanentes represalias de los combatientes que buscaban algo. “Algo que no sabían qué podía ser”. Tal vez comida, tal vez hombres, tal vez una mujer para violar. Ahí, no quedaba nada.
Mi padre había regresado con tantas heridas como pocos dientes que le quedaban. Su otrora cabello rubio, era un mechón grisáceo que caía sobre las mejillas rubicundas por el hielo de la campiña. La ayudó a creer en las personas. La ayudó a volver a sonreír. La ayudó a ser humana.
Un día se dieron cuenta que estaban enamorados y mi abuela ofició de sacerdote o no sé qué y los casó. Pero ella, la abuela murió de tuberculosis y ellos decidieron irse a vivir a otro mundo. Un lugar donde olvidaran los horrores.
Yo nací en el viaje en un barco viejo y herrumbrado que transportaba emigrantes que más parecían fantasmas que personas.
Llegaron a este país llenos de ilusión. Un día, como si el cielo fuera un refugio de locos, aparecieron hermanos de mi padre que habían venido antes de la guerra. Eran extraños. Como una cofradía. Él, los recibió con temor. Claro que un poco de pudor tuvo por su esposa y por mí. Éramos el resultado de la refriega de países en pugna.
Un tío de mi padre se oponía a mi madre porque según él, no era una persona de fiar al haberse salvado del campo. Su mujer, una persona pequeña en tamaño, pero brava como perro sabueso hasta nos olía, para sentir si usábamos algún veneno o cosa parecida.
Para mamá y para mí, que iba creciendo como podía, estaban todos medio locos. No tenía hijos y yo era su experimento educativo.
Mamá los toleró un tiempo y un día desapareció. ¿Adónde se fue? Nadie lo supo nunca. Yo tampoco y mi pobre padre buscándola, me dejó entre ese puñado de dementes que creían que tenían que llenarme de Dios.
Así, conocí a Emilia, mi profesora de música. Ella con paciencia me fue explicando muchas cosas y pude aprender a ejecutar el piano. Gané una beca que me llevó a Milán.
Un día caminando por una calle me pareció ver a mi madre. Atrás venía mi padre y en sus brazos traían a un pequeño rubio de ojos grandes. Los llamé. Se detuvieron aterrorizados. Yo les hablé para hacerles comprender que no era su enemiga. Me abrazaron y ahora vivimos juntos y viajo a dar conciertos por los más bellos países de esta tierra.  

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