jueves, 9 de abril de 2020

EN LAS VÍSPERAS.




            Desde el balcón del nuevo edificio que habitamos, la esquina es un imán que me invita a buscar en la memoria historias genuinas de fantasmas. La casa ocupa un rectángulo auspicioso de la manzana. Es de neto corte andaluz y sus ventanas enrejadas, parecen guardar recuerdos vívidos de otras épocas.
            Cuando cae el sol de la tarde, y las sombras comienzan a abrazar las tejas musleras, empieza a rondar en el pequeño espacio de jardín, que se ve desde mi ventanal, un leve movimiento impreciso. Nunca, repito, nunca he visto entrar o salir a nadie por la puerta. Ni se ha asomado un rostro a los ventanales, cuyas celosías parecen encubrir presencias etéreas. 
            Cuando llegué al barrio me inquietó no encontrar a ningún vecino que supiera algo de esa maravillosa casa. Ni siquiera gente que habita desde hace mucho tiempo aquí.
            Mi curiosidad manifiesta, me hace enfocar mi vista a cada rato, a la casa. Dejo mi computadora brillando en la soledad del escritorio y mi mente vuela hacia esos cuartos cerrados que parecen decir “ven”.
            Ayer, justo al caer la tarde, vi abierta una de las persianas y un visillo de encaje, se movió sutil tras el cristal con bisel. Enloquecí de curiosidad. No me alcanzó el tiempo para tomar las llaves y correr al ascensor para ir a la calle y acercarme. El portero me sonrió y salí tan apresurada que lo dejé con un murmullo en los labios. No pude resistirme y crucé. La casa había cobrado un pequeño resquicio de vida. Pasé varias veces por la ventana pero no pude ver nada. Debo haber parecido sospechosa para quien transitara por el barrio, fue sólo por eso que subí a mi departamento y me acomodé para observar.
            Hoy han abierto varias ventanas y parece que están haciendo una suerte de limpieza general, ya que en el jardín se ven sábanas tendidas y muebles. Cuando me asomé por centésima vez, pude observar a una anciana que estaba parada frente a la ventana, esa, que abrieron la primera vez.
            Era la víspera del equinoccio de primavera y muchas personas caminaban rumbo a un museo cercano donde se exponían obras del conocido pintor Alonzo , pero luego de las diecisiete horas, no se desplazaba casi nadie por ahí. Todo estaba tan solitario, que mi corazón comenzó a palpitar enérgicamente al ver salir a la anciana con una muchacha de alrededor de dieciocho años, ambas vestidas de forma extraña, fuera de toda moda lógica para los años que vivimos. Cerré por un momento los ojos y pensé que la obsesión me hacía ver cosas inexistentes. Así me encontró Joaquín cuando llegó. Le relaté lo sucedido y me sermoneó diciendo que estoy delirando. Que con los cursos de metafísica voy a volverme loca. En fin me señaló que la casa estaba tan cerrada como siempre. Que nadie vivía desde hacía más de treinta años y que estaban por demolerla para construir un edificio de pisos. Yo casi muero de disgusto. ¡ Qué horror! Es tan hermosa la casa... que me parece una herejía deshacerla.
           
Como la mañana se presenta nublada y sin posibilidad de clima cálido, y la primavera ha permitido, que las hojas de los árboles comiencen recién a poblar los árboles de las calles, la luz rosada , atraviesa todo, desde el palacio que hay a dos cuadras, siempre iluminado y lleno de visitas protocolares de una familia riquísima, hasta los pequeños hogares de clase media, que son alquilados por jóvenes estudiantes; siento que alguien desde la casa me perturba. Está extraña la calle. Mi “casa” sigue allí llamándome, como si en ella habitara un ser legendario.
            Me arropo y bajo. La ventana está abierta y atrevida, golpeo con el antiguo llamador de bronce. El ruido metálico, tiene un eco de singular sorpresa para mí. Un rato de silencio me hace temblar. ¡ Estoy loca, pienso, pero escucho pasos tras la puerta y una cabeza señorial asoma! La enorme sonrisa que me espera me deja perpleja. Es la dama.
            Me invita a pasar. Me da mucha vergüenza, pero mi impudor puede más que mi sentido común y entro. Una sala luminosa, por la enorme lámpara de caireles de cristal con lamparillas que brillan, me señala un sillón de terciopelo azul con adornos plateados. ¡Todo es muy bello! Ella, la señora, es esbelta, su cabellera blanca rodea su cabeza con un peinado de fin de siglo XIX, su traje es una especie de túnica de suave cachemir color negro. Usa un bastón de ébano y plata. Llama a voces y baja por la escalera de mármol, una joven bellísima. La muchacha que viera salir con ella. También viste con una túnica. Es color verde esmeralda y refleja sus ojos verdes, como un lago encantado.
            Me presento y les hablo de mí. Ellas atentas a mi voz, parecen beber cada palabra con avidez. Les cuento de mis novelas, de cómo llegué hasta allí y cuánto me ha costado tomar la decisión de llegar a ellas. Ambas ríen. Parecen dos niñas felices. La anciana se llama Ifigenia y la joven Bernarda. Son abuela y nieta. No hablan mucho, pero la muchacha, pronto alcanza unas tazas de té. La bella porcelana transparente parece cantar con el tibio brebaje. No soy muy adicta al té, pero ese me supo a manjar. Un dulce manjar acompañó la bebida. Unas masitas de canela y cierto sabor picante que me dejó pensando en pedir la receta. Luego desistí. Nunca tengo tiempo ni me gusta cocinar. Igual dejaron la inquietud saldada cuando me aseguraron que ellas harían otras para que Joaquín las probara. Así luego de charlar sobre la historia del barrio y mostrarme fotos antiguas y algunos adornos con jugosas narraciones de familia, salí prometiendo volver. Ellas muy felices con mi atrevimiento. Cruzo la calle dejando atrás a mis nuevas amigas y cuando ingreso al palier, el portero me comenta con desagrado en el rostro: “- ¡Mañana será un día infernal, comienzan una obra de demolición enfrente ¡.”- No le pongo mucha atención, y subo hasta mi piso para preparar mi entrega a la editorial, ya que los tiempos han corrido demasiado a prisa y necesitan unas correcciones a mi nuevo libro. Me duermo muy tarde, ni escucho cuando Joaquín regresa del estudio.
            Es la mañana, muy temprano aun, siento un murmullo en el palier de nuestro piso, acudo a ver quién es y me encuentro a Bernarda buscando casi en penumbra mi puerta. En sus pálidas manos, trae dos tacitas de porcelana, de las que yo ayer celebré con tanta admiración. Además una canastilla de cristal, con masitas de canela, tibias aun. Las cubre con una fina servilleta de linón con encajes preciosos. Luego de una breve charla, se disculpa y sale apresurando el paso por las escaleras, cosa que me sorprende. Vuelvo mi atención a mi trabajo y comienzo a escuchar fuertes ruidos que provienen de la calle. Me asomo y la sorpresa me deja paralizada; una enorme máquina ha comenzado a demoler “la Casa”, sólo dejan la fachada en pie y por la lujosa puerta veo salir a Ifigenia y Bernarda, tomadas del brazo, sin cargar ningún bolso, ni maleta, ni objeto; caminan por la vereda rumbo a la avenida que rodea el palacete vecino, pero a medida que se alejan sus figuras se diluyen como si una ráfaga de viento las transformara en nube. No las veo, Dios, si  acabo de recibir su regalo, no puedo comprender. Me acerco a la mesa donde quedaron las tacitas de té, y huelo el perfume de canela que llena mi corazón de ternura.
 Las flores de Jacarandá caen como una lluvia protectora por la vereda y entre ellas quedan dos huellas de pequeños pies que de pronto cesan.
           
             

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