Vivo en un
edificio enorme. Tiene cuarenta pisos y los elevadores, que son viejísimos, son
un espacio descabellado. Cada mañana debo saltar de la cama media hora antes de
lo normal, para poder llegar a usarlos. Siempre atestados. Siempre al abrirse
la puerta está lleno y la gente con cara enojada, porque tienen que ir a
trabajar. A veces me miran con desprecio. La mayoría toman el tren o viajan en
subterráneo hasta llegar a sus lugares de trabajo. La mayoría son personas que
en cuanto pueden emigran a zonas más
recomendables. Belgrano “R” o Flores. En fin yo no me puedo dar ese lujo. Sigo
acá con mi gabardina desteñida y mis zapatillas de segunda marca. En el diario
donde trabajo, ni me miran. Soy casi tan invisible como el chico que trae el
café o el que reparte los telefax. Igual yo sigo aprendiendo. Soy periodista.
Joven, sin trayectoria y como mujer, cristiana y sin ideologías extremas… no
existo. Pero eso es otro tema.
En mi edificio
vive gente tan dispar como en cualquier edificio de una capital importante
sudamericana. Antes no, antes era un edificio en el que vivían militares. Todos
del aire. Los que volaban en aviones de ultrasonido. Pero ocurrió que mi país
entró en “guerra” con… nada menos ni nada más que con El Imperio Inglés. He
leído todo. Desde lo escrito en diarios, libros de historia, de sociología y
política. Tengo grabado hasta los nombres de algunos, que para los de mi país,
fueron “idiotas útiles” hasta de los que en la “Gran Isla” consideran héroes de
guerra. He leído diarios donde se mofan, otros donde los enaltecen y otros con
diatribas incontables.
Bueno, cada
mañana cuando espero el elevador, en el fondo hay un muchacho moreno, usa un
bigote armado, delgadísimo y serio. Le digo “Buenos días” y sonríe y hace un gesto
amable, pero no habla. Siempre está solo. A veces, lo he visto salir apresurado
cuando una mujer joven espera ingresar al pequeño habitáculo con dos niños
pequeños. Una nena y un varoncito. La nena, sonríe igual que él. El varón es
muy triste y nunca sonríe. La mujer… ni habla, ni se ríe, sólo trabaja. Se nota
que lleva los chicos a un colegio cercano, público, porque no usan un uniforme
establecido. Ella sale casi como yo, corriendo sube a un viejo coche
destartalado y parte por calle Córdoba hacia el sur. Nunca pude entablar una
charla con ella. Se viste siempre de azul oscuro o negro. ¡Bueno las mujeres de
nuestro país somos de vestirnos con colores oscuros y lamentables! Así, han
pasado varios meses y años. Como siete años, diría yo. Hoy, la nena, me dijo
que se llama María Loreto, (¡pobre qué nombre que le han puesto!) me dio
charla. Este año cumple quince años y quiere ir a Disney, pero la madre no le
puede pagar el viaje. Su pensión de viuda, no le permite. Así supe que la mujer
es viuda. La “Lore” (como me dijo que le diga), me contó que igual ella no deja
de soñar, espera un milagro. Y yo le dije que no dejara de soñar. Así comenzó
una charla amable y les conté que trabajo en el diario y que vivo sola, que soy
del interior, etc., etc. La madre siempre callada y el chico solitario mira
hacia la nada.
Comienzo ahora,
por contarles que hoy, justo hoy cuando en la redacción trabajaba en un
reportaje a unos ex soldados de Malvinas, cayó en mis manos una foto. La foto
tiene cincuenta y cinco retratos de aviadores que lucharon allá; de todos los
hombres que murieron en la Isla
del Sur y casi me desmayo. En la primera fila, superior derecha, veo el rostro
del hombre que viaja con nosotros en el elevador cada día.
Cuando al
regresar hoy, Lore me mostró la foto de su papá, otro sofocón, el que me
mostraba es el mismísimo de la foto que ví esta mañana. Espero subir como todos
los días al ascensor, para saber si aun viaja con nosotros y ¿A dónde se
dirige? ¿Me animaré a preguntarle? ¡Qué oprobio no saberlo antes! Capaz que le
pida el milagro para que Lore viaje… ¿podrá hacer algo?
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