Llegó en
verano, con altiva mirada. No saludó a ninguna de las personas de la cuadra.
Vestía con la última moda que mostraban
los magacines y vidrieras de los escaparates más caros. Sus largas piernas
perfectas, su cabellera hermosa, larga y de un dorado perfecto. Manos
impecables y cuerpo escultural.
La casa era
muy bella, grande, iluminada y discreta. El personal llegaba temprano y se
retiraba tarde. Tres automóviles diferentes esperaban en el garaje.
Un cambio
en la economía me dejó sin mi puesto en el banco y salí del apuro, cuando
Ernesto me ofreció su taxi. ¡Sólo de noche! Claro, de día lo trabajaba él. Salí
de 23 a 6
de la mañana. Difícil acostumbrarme a ese horario, pero Carmelita, mi
esposa trabajaba en una escuela y el salario
era escaso.
Ella, la
vecina nueva jamás nos saludó y menos ahora que yo salía de noche con el taxi.
Y un día, como por casualidad me mandan a un motel de lujo a buscar una pareja.
El muchacho era joven y salió muy nervioso. Detrás, ¡Oh, sorpresa! Ella,
nuestra vecina. Un sudor frío le recorrió la frente. Subió atrás y el hombre me
pidió que la llevara a su casa, que el viajaba en unas horas. ¡Era el amante!
Pero no mostré el más mínimo asombro. Me suplicó silencio. Yo le prometí
discreción y secreto. Unas lágrimas le hicieron correr el rimel. Le pasé un
pañuelo de papel y se secó las lágrimas.
¡Si mi
marido sabe… me mata! Yo no la he visto, dije. La dejé en la puerta de su casa,
luego de dar unas vueltas para que se tranquilizara. ¡Gracias!
Ahora cuando
sale me saluda afable. Y a mi esposa le dije que la traje del cine junto a unas
amigas. ¡Cómo nadie se imagina, no quiero una muerte en mi conciencia!
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