lunes, 27 de abril de 2020

ADOLESCENCIA


Me sentía una reina con mi figura de cierva airosa me movía sin capricho, por los rincones celestiales de mi adolescencia. Estaba enamorada de la vida y en cada estrella conjugaba una sonrisa. Y fue un día en que sobre mi cama encontré un vestido. Mar, océano, cielo… era hermoso.
Lo usé para salir, por supuesto, en un encuentro con amigos. Pareció que todas las miradas convergían en mí. Sentía en la espalda el rubor que provocaban los ojos inquietos. Ellos y ellas unos admirando otros envidiando. Todos envolviendo mi cuerpo con capas misteriosas de ambiciones. Poseer… o poseerme.
Y hubo otro  que escaló cada centímetro de piel con su esperanza. Abrazó en turquesa mi cintura. Se atrevió a sobornar mi inexperiencia con palabras que enredaron jubilosas mi silueta.
Su contemplación penetraba en mis latidos. No agredió mi fantasía. Yo era azul turquesa. Era fuente, flor sideral, luz cósmica que cimbreante, transitaba la calle.
Él, enamorado. Yo, enamorada. Recolecté en mi talle una órbita de travesuras. Siempre el vestido me empujaba a la audacia de sentirme bella. Atónita. Confundida me observaba. No era yo. Era una estrella.
Comencé a ser el centro del curiosear de los muchachos. Mi vestimenta: ¿podía cambiar la órbita de mi existencia? Tuve miedo al ataque letal de la envidia. Desconsolada, indagué entre quienes sabía leales amigas. Todo fue sorprendente. Querían expulsarme del círculo de amigos. Había usurpado un espacio. Se nubló mi corazón. Lloré decepcionada.
Tomé el vestido cuya seda afligía incluso a quienes me conocían como una chica del montón. Más bien fea. Lo colgué en el armario. Me despedí de su delicada belleza.
Mustio en su oscuro rincón, aullaba rebeldía. Terco me amenazaba por mi cobardía. Usé otros vestidos deslucidos. Reaparecieron las sonrisas irónicas de algunos. La incógnita de otros que no comprendían el cambio que se había producido en mí.
              El, me argumentó ingenuamente que yo era la misma. Luminosa. Ráfaga de viento con perfume a jazmines y violetas. Según me dijo me amaba. Así. Igual. Pero su mirada era otra. Creció una grieta entre su boca y mi alma. Se fue alejando suavemente. Tocó otra piel con sus manos cálidas y se fue yendo. Pasó un tiempo y saqué el vestido azul turquesa. Me vestí, solté mi larguísimo cabello y como garza penitente atreví mi paso por la ciudad bulliciosa.
Un reanudarse de miradas cobijo mi talle y fui un delfín desplazándose entre nubes. Volé.
Ahora soy recuerdo.

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