Me sentía una
reina con mi figura de cierva airosa me movía sin capricho, por los rincones
celestiales de mi adolescencia. Estaba enamorada de la vida y en cada estrella
conjugaba una sonrisa. Y fue un día en que sobre mi cama encontré un vestido.
Mar, océano, cielo… era hermoso.
Lo usé para
salir, por supuesto, en un encuentro con amigos. Pareció que todas las miradas
convergían en mí. Sentía en la espalda el rubor que provocaban los ojos
inquietos. Ellos y ellas unos admirando otros envidiando. Todos envolviendo mi
cuerpo con capas misteriosas de ambiciones. Poseer… o poseerme.
Y hubo otro que escaló cada centímetro de piel con su
esperanza. Abrazó en turquesa mi cintura. Se atrevió a sobornar mi
inexperiencia con palabras que enredaron jubilosas mi silueta.
Su contemplación
penetraba en mis latidos. No agredió mi fantasía. Yo era azul turquesa. Era fuente, flor sideral, luz cósmica que cimbreante, transitaba la calle.
Él, enamorado.
Yo, enamorada. Recolecté en mi talle una órbita de travesuras. Siempre el
vestido me empujaba a la audacia de sentirme bella. Atónita. Confundida me
observaba. No era yo. Era una estrella.
Comencé a ser el
centro del curiosear de los muchachos. Mi vestimenta: ¿podía cambiar la órbita
de mi existencia? Tuve miedo al ataque letal de la envidia. Desconsolada, indagué
entre quienes sabía leales amigas. Todo fue sorprendente. Querían expulsarme
del círculo de amigos. Había usurpado un espacio. Se nubló mi corazón. Lloré
decepcionada.
Tomé el vestido
cuya seda afligía incluso a quienes me conocían como una chica del montón. Más
bien fea. Lo colgué en el armario. Me despedí de su delicada belleza.
Mustio en su oscuro rincón, aullaba rebeldía. Terco me amenazaba por mi
cobardía. Usé otros vestidos deslucidos. Reaparecieron las sonrisas irónicas de
algunos. La incógnita de otros que no comprendían el cambio que se había
producido en mí.
El,
me argumentó ingenuamente que yo era la misma. Luminosa. Ráfaga de viento con
perfume a jazmines y violetas. Según me dijo me amaba. Así. Igual. Pero su
mirada era otra. Creció una grieta entre su boca y mi alma. Se fue alejando
suavemente. Tocó otra piel con sus manos cálidas y se fue yendo. Pasó un tiempo
y saqué el vestido azul turquesa. Me vestí, solté mi larguísimo cabello y como
garza penitente atreví mi paso por la ciudad bulliciosa.
Un reanudarse de
miradas cobijo mi talle y fui un delfín desplazándose entre nubes. Volé.
Ahora soy
recuerdo.
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