La había sacado del convento cuando ocurrió el hecho. La
madre superiora se sintió muy malhumorada. No confiaba en ese tío de Antonia,
la novicia. Igual la muchacha siguió a su tutor. Llorando por la muerte de su
amada madre y Yaya, quienes inexplicablemente habían aparecido con un tiro en
la cabeza al salir de misa vespertina. La única heredera era ella. Si la
muchacha quedaba con los votos permanentes, las casas, la hacienda y todos los
bienes pasaban como “dote” a la Santa Madre
Iglesia.
Su vida siguió con la rutina que le impuso la necesidad de
reemplazar a su madre y doncella. Cuidar de la cocina, el lavado de ropa y
planchado, las pocas tareas que su tía le exigía en el jardín le daban un
respiro para orar.
De tarde, luego de una breve siesta, el tío entraba en la
salita de costura con un mazo de cartas españolas para entretenerse, posteriormente
de leer de punta a punta las noticias de los diarios de la capital sobre
economía. La Bolsa
era su mayor interés.
Como no era religioso, no le permitía a la joven pupila
asistir a misa de tarde, por lo que la niña, debía madrugar para ir a las seis
de la mañana al servicio.
La madre superiora y otras monjas observaban como iba
bajando de peso y perdía los colores en la piel.
Un de esas tardes, Antonia quiso sacar las barajas que le
pedía el tío y junto a ellas, en el cajón tapado por un paño de terciopelo
negro, estaba el revolver y un par de guantes de cuero. Abrió la boca y ojos
sorprendida. Tomó coraje, lo sacó y apuntando al piso, temblorosa, casi
corriendo encaró al tío.
-¿Fuiste tú, hijo de mala madre?, ¡Fuiste el que me dejó sin
familia! – gritó al borde del desmayo.
Con parcimonia calculada el hombre dejó la lectura y la miró
severamente por sobre los espejuelos.
-
¡Qué mal, mi hijita, qué mal! Tan viva que pareces y no
te pusiste los guantes negros. Ella petrificada, sostuvo el revolver con todo
el peso doloroso del mundo.
-
Sí, no me puse los guantes, pero ayer compré veneno
para roedores en un barrio alejado de esta casa. Tu desayuno, tu almuerzo y esa
taza de té, me servirán para explicar tu deseo de suicidarte al morir tu hermana
y la Yaya. ¡Es
tan grande tu pérdida y tu dolor!
-
¡Estás loca!- dijo el hombre ofuscado, - Yo no quiero
morir, la que tiene que morir eres tú, así yo soy el dueño de todo…-
-
Ya te está haciendo efecto, lo veo en tu color del
rostro, la espuma que sale de tu boca…
El tío se llevó la mano al pecho, un sordo ronquido lo
despidió de la vida.
Antonia guardó el arma, nunca le había puesto veneno en la
comida. La conciencia sucia y un corazón débil por el miedo se cobró el último
suspiro. La venganza era una forma de hacer justicia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario