Ramón
Plates, dueño del bote “Nadia” instaló los ganchos con redes esa mañana. Las
jaulas para recoger las centollas en la zona sur del océano, que ese año
parecía generoso en su cantidad y tamaño. El Gervasio Robles, había regresado
con una cargamento digno de los mejores mercados. Llamó a sus ayudantes. Eran
quince; hombres rudos y dignos de ese mar próspero, que entregaba su vientre
preñado de vida.
Fueron
llegando con una bolsa de lona que por la sal de muchas cosechas, que parecían
de madera, colgadas a las espaldas como único posesión. El olor a sal y pescado
penetraba su piel dejando huellas indelebles. El servicio meteorológico había
aclarado que todo estaría calmo esa semana. Había que apresurarse.
El
motor estaba recién revisado y se le había cambiado alguna que otra pieza para
que fuera más seguro. Zarparon a la madrugada, a lo lejos se veía el cielo
rojizo con un sol aplanado en el horizonte. El oleaje los hacía danzar como
siempre adormeciendo a los robustos navegantes. Rumbo al sur, rumbo a las
gélidas aguas del atlántico. El amanecer fue tranquilo y los hombres se
movieron por la cubierta respetando los gritos del Jefe, que les pedía
controlar los aparejos del puente.
Un
mundo de gaviotas y petreles los seguía. Y al estar vacíos las cámaras
frigoríficas, la línea de flotación estaba menos sumergida. Pronto se llenarían
y si la buena suerte los acompañaba llegarían a puerto, cargados y bien
hundidos en las aguas.
El
viejo “Onrieta” se acomodó con una caña en la popa. Hacía unos meses que no
comía un buen “Bonito” fresco y el cocinero los preparaba exquisitos. Los que
estaban en timonera interior, se reían del hombre. ¡Este es un pescador que
será pescado! y reían con sus temores típicos de los hombres de mar. Porque el
mar es muy déspota, caprichoso y a veces malvado.
Pasados
tres largos días, el tiempo comenzó a cambiar. Desde el radio, los mensajes
eran tranquilizadores, pero por las dudas, Ramón Plates, tomó la decisión de
agregar más cables en las básculas, grúas y jaulas. El trabajo estaba hecho y
bajaron la zona de obra viva, dejando sus literas bien soportadas.
Al
quinto día, las olas hacían bailar el barco de estribor a babor y a veces el
“púlpito” desaparecía en las aguas y aparecía la popa elevada como una chimenea.
Juan Artemio, uno de los más jóvenes, sacó de su bolsa una imagen de la “Virgen
Stella Maris”, cosa que produjo una protesta general. Mufa. Mala suerte. Toda
clase de chanzas y palabrotas brotaban de las gargantas que se calmaban con
unas botellas de buen ron. La tripulación comenzó a echar las jaulas en el
lugar establecido y a esperar que las grúas, comenzaran a hacer su tarea. Llovía
a cántaros y bramaba el mar transformando el barco en una cascarita de papel en
la noche. Los truenos y relámpagos, iluminaban a los rudos varones. El agua
comenzó a tapar el “casillaje” y la cubierta. Tambaleaban las jaulas y cuando
elevaban alguna, preñadas de centollas un grito gutural de triunfo se
desparramaba por el barco. Se iba llenando la panza del barco. Pero la tormenta
era cada vez más dura.
Esa
madrugada Adriano Reano sintió un crujido electrizante en la zona de “espejo”,
algo se había desgajado. Salió corriendo de su cabina y otros, ya, le seguían;
sí, el mar se cobraba una suerte de venganza. La plancha que recubría el
“espejo” que era de un material nuevo de alto contenido de material plástico,
se había desgajado y una hendidura profunda hacía agua. Comenzó a llenarse la
zona de “obra muerta” y don Ramón, dio la orden de soltar las centollas al mar.
Una maniobra brusca los dejó bamboleando y rolando. ¡Todo se transformó en un
aquelarre! Bravío el océano se cobraba
la represalia contra ese barco que lo desafiaba. Los rayos caían despiadados
sobre el Nadia, que trataba de salvarse de las embestidas del mar. Reano y
Onrieta, lanzaron un bote salvavidas al agua, los que pudieron con sus chalecos
saltaron y comenzaron a remar.
Arriba,
en la timonera interior, don Ramón peleaba contra los ataques del diluvio que
lo apedreaba con olas gigantes. Desde el minúsculo bote salvavidas, vieron como
un amoroso Nadia, se iba hundiendo entre murallas de agua helada, reservándose
al quien amaba su nave y despreciaba el aluvión de agua salobre que lo llevaría
a las entrañas del mar del sur.
A
la mañana siguiente, a la deriva, sobre aguas quietas y silentes un pequeño
grupo dejaba que algún otro pesquero los encontrara para regresar con sus
familias y emprender en otro viaje la cosecha que los hombres esperan para
comprar y vender las mágicas entrañas de los mares del Sur: las centollas.
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