lunes, 3 de agosto de 2020

UN EXTRAÑO ESPECTÁCULO EN PARÍS



Mi primer viaje a Francia fue hace muchos años. Era pleno invierno y nevaba. Eso nos dificultaba movernos pero no nos impidió, a mi madre y a mí, conocer las joyas históricas de París y sus alrededores: Versalles entre otras. En esa época se usaba el franco francés y era bastante accesible a nuestro poder adquisitivo. Pasear por Paris es una sorpresa permanente. En cada esquina o rincón se encuentra algún referente histórico. Cada reja pintada en negro y con adornos dorados, nos hacía pensar en la riqueza de los reyes de los siglos antes de la Revolución Francesa, donde se destruyó mucho, hoy reconstruido; y en el espíritu de superación de un pueblo orgulloso que no responde si no se habla su idioma.
Al museo del Louvre, nos dimos el lujo de ir cuatro días seguidos. Lo vimos todo, nos cansamos todo. Era por momentos sentirse transportada al mundo de la belleza universal. Nunca voy a olvidarme la impresión que me causó ver la “Victoria de Samotracia” en lo alto al ingresar. Pero cada cuadro, cada escultura, cada obra de arte, habla de la gran creación del hombre y de lo poco que apreciamos los dones que Dios le ha dado al ser humano.
Hay cuadros famosísimos. La “Gioconda” en donde se agolpa la gente sin mirar las otras bellísimas obras que la rodean. Hay cuadros tan grandes que nos sentábamos en frente para ver detalles. Tintoretto, El Greco, Giotto, Miguel Ángel Buonarroti, Españolletto, Donatello y pintores ingleses, holandeses, rusos y obras de países de Asia y Oriente. ¡Un lujo poder apreciar tanta belleza!
Versalles es una obra propia de un tiempo perdido. Enorme, lleno de espejos y muebles restaurados. La habitación de la reina María Antonieta, la mártir, restaurada con la ayuda de muchos generosos potentados. Incluso recuperaron la colcha en un bazar en África, según nos dijo un guía; un japonés hizo copiar las arañas de cristal de un cuadro hecho en tinta encontrado en un subsuelo del castillo y las donó al gobierno de Francia.
Todos los jardines cubiertos de nieve y las bellas fuentes congeladas con sus aguas quietas. ¡Una pena!
Recorrimos los puentes del Sena, Nuestra Señora de París cuyo interior estaba tan oscuro y frío que yo, que era muy joven, entonces, aproveché y subí hasta los techos y pude ver desde ese paño de plomo y piedras, todo el París desde arriba. Son como trescientos escalones, que se van angostando a medida que uno trepa. ¡Valió la pena!
Imposible subir a la Torre Eiffel, las colas interminables con el frío, nos acobardó. Comimos los famosos quesos de regiones de toda Francia, visitamos los cafés de Campos Eliseo y visitamos la Isla de la Ciudad. Allí vivimos un momento exquisito. Ingresamos en un pequeño restaurante en el cual, una bella anciana nos preparó un plato especial: codornices a la salsa negra…, rociadas por un vino de campiña y pan recién horneado por sus manos. ¡Gracias mi Dios por ese almuerzo, no lo olvidaré jamás!
Cuando veinte años después regresé a París, mi corazón se rompió un poco. Ya estaba ingresado al Mercado Común Europeo y lleno de inmigrantes de todo el mundo.
Los teléfonos públicos rotos, los cristales de las vidrieras escritas con “graffiti” con ácido, en el metro, los asientos otrora de terciopelo rojo, rajados con navajas o sucios, gente tirada en la calle drogada, niños descalzos tocando el acordeón que mendigaban y orinaban o defecaban en cualquier lugar. ¡Ese era otro París, no el que yo había visto!
A mi acompañante, en una esquina donde esperábamos el autobús turístico la asaltaron y le robaron la billetera, yo me salvé por suerte, pero la tuve que ayudar, había perdido su documento y tarjetas.
Era verano y las bellas flores de los canteros, ya no servían sólo para hermosear sino como baños públicos y eso que París tiene unos preciosos y muy típicos. El problema, pienso, es que esos inmigrantes no los saben usar. Y hay que pagar una pequeña cantidad de monedas de Euros.
Lo que no puedo borrar de mi alma fue un espectáculo que sufrí en plena calle cerca de una Catedral: en una entrada del metro, una mujer de unos cuarenta años, caída, parecía muerta; estaba bien vestida y no parecía menesterosa, pero junto a ella una enorme jeringa con droga, que había hecho estrago en su cuerpo. Yo sorprendida y acongojada dije: “Llamemos a un policía, puede estar muerta” y a mi alrededor se rieron, ella movió la mano para decir…”Estoy viva”. ¿Estar en esa forma es estar viva? ¡Pobre ser humano, que bajo cayó!
Ese no es el mundo que yo quiero, ese no es el París que viví en los ochenta. Hay otro Mundo y otro París.

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