Y
entonces caminaba el hombre sobre las plateadas crestas de las olas, semejante
a un delfín sombreado sobre una selva virgen azulada. Caminaba arrastrando una
enorme red de hilos giratorios donde atrapaba mariposas. Saltó un guijarro de
granate desde la mano que sostenía un grito metálico, agitando la espuma
fracturada de estrellas. Apareció una nave con el ancla elevada, esgrimiendo
enganchado el cuerpo pálido de la mujer sirena. Voz de océano inventando en un
desierto de extraña ingeniería, las voces, los corifeos estáticos que enhebran
cánticos de amor pagano que se oían en las marejadas. Él, seguía caminando,
sordo su oído a los clamores de la profundidad del mar donde habita la pasión
cautiva. Soñó con tentar al demonio, para que le entregara el cuerpo casto de
la mujer sirena que ondulaba la cola en el agua profunda entre las rocas. Vio
una luz penetrando en su pupila. Dejó que llegara hasta la boca el rayo y salió
de sus labios un pez de color ámbar como un haz de escamas nacaradas. Surcaron
el silencio los sonidos sibilantes de delfín dormido. Abrazaron los senos fríos
de la mujer sirena. Quería despertar. La luna se desplazaba sobre el vientre
asexuado por la culpa ancestral de los orígenes latentes. Quería despertar porque
estaba soñando que soñaba un tortuoso, agotador y desvariado sueño de espera,
de quimeras vacías. Sus cuencas también vacías miraban el espacio desprovisto
de planetas. Quería despertar de ese sueño que atrapaba su cuerpo contra el
rústico suelo. Volcán árido. Gris estepa sin cielo. Desierto promiscuo de
ternura. Comprendió que no despertaría aun...no bebería los besos de
pasión...no había nacido y en el nido tibio de su placenta revivió otras vidas
anteriores. Esperaría el duro alumbramiento, saldría al abrazo de esa vagina
fenomenal de su madre parturienta. Pero sabía que apenas diera el primer
vagido, olvidaría ese mundo maravilloso de otro tiempo.
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