Se acerca
el otoño. Un río rumoroso y helado cae en cascada cerca de la cabaña. Los
alerces, los acers y los liquidámbar están de carnaval. Rojo carmín, rojo
fuego, rojo sangre. No quedan rojos para
apoderarse de la ladera. Algunos cedros cortan el espíritu vegetal de la orilla
con un verde insolente y majestuoso.
Sacarías y Jaime, salen a caminar por la
margen del lago. "Bronco", el ovejero, innegable amigo y camarada,
los sigue indicando por donde pueden atravesar sin enlodarse las botas. Ambos
con su mirada perdida en remembranzas, lo siguen. El agua trae el recuerdo de
un viejo tiempo, como caravana de pájaros en regreso. En la ribera pedregosa,
una montonera de troncos arrastrados por la correntada, ha dejando asentada su
residencia silenciosa de árbol muerto. Parecen esqueletos domeñados por la ira
del tiempo. Igual que Sacarías y el muchacho, sólo acompañados por la soledad
del sitio donde piensan en Raquel. ¿Adónde se fue? ¿Por qué? La dulce y alegre Raquel. Con su pícara
sonrisa e ingenua mirada de muchacha traviesa. Han pasado cinco inviernos.
Demasiado silencio para un ser tan querido. Jaime, mira como "Bronco"
raspa con una pata helada el terreno. Ladra para llamar la atención. Perro
loco, seguro que encontró herido algún pájaro que ha sido arrastrado por el
agua hasta allí.
Un rápido
movimiento del hocico y saca un bulto. Corre en busca de sus amos. Sacarías atrapa
sin disimulo del morro dentado, una mantilla de encaje con barro y un enredo de
hojas podridas. ¿Cuánto tiene ese chal allí? Jaime grita casi agónico. El chal
de Raquel. Los gansos se espantan por el doloroso bramido del hombre. Se
produce un minuto de bullicio entre las avutardas que buscan un lugar para
anidar. Sacarías y Jaime, comienzan a cavar; mientras Bronco ladra con
desesperación. Las manos frenéticas de los hombres no sienten dolor ni frío.
Agobiados y ensangrentados, buscan. La sangre se mezcla con el agua límpida. En
la arena encuentran el pequeño guante conocido de cabritilla azul, con huesos
de una mano. Comienza a sobresalir entre el lodo y las piedras un brillo
metálico. Una daga hindú. Sara colecciona dagas desde adolescente. ¿Por qué
está allí la daga? ¿Por qué junto a ese esqueleto que asusta porque presumen de
Raquel? ¿Sara, acaso, odiaba a su prima Raquel? En presuroso esfuerzo siguen
cavando. Encuentran resto de ropa y huesos. Sacarías llora en silencio. Su
pequeña niña morir sin haber tenido auxilio. Jaime vocifera disparates. Un alboroto
de aves, atraviesa el susurro de los árboles, cuyas ramas se quejan por el duro
invierno que enfrentan.
El
descubrimiento los aturde. Ambos hombres que se aferran con dolor a sus recuerdos.
Piensan en Sara, la frágil Sara. La sínica que derramó tanta lágrima cuando
Raquel desapareció de la cabaña sin dejar rastro. Cuando regresan a la casa,
alcanzan a ver la camioneta de la maligna mujer, que trepa por el camino hacia
la ciudad. Al ingresar desorientados por el inesperado hallazgo, descubren que
Sara se ha escapado. La mujer ha observado desde la ventana del ático los
movimientos del tío y del hermano. En la
huída deja su bolso olvidado sobre el piso del salón. Lo abren y ante sus ojos están
las cartas de amor que Sara escribió a Raquel. Nunca obtuvo respuesta. La única
que encontró fue el rechazo de la muchacha.
Raquel, era amante de Jaime, su apuesto
primo.
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