El conventillo tiritaba con la ola
de frío. La niebla que subía del río
anonadaba a los pocos transeúntes que caminaban por las empedradas callejuelas
del bajo. A lo lejos se oían los motores de los barcos que trataban de llegar a
puerto. Buenos Aires golpeaba con su humedad de obreros y olor de podredumbre
del Riachuelo.
La “Morocha” bailaba sola en el “piringundín”
del Tano. Era casi la madrugada y la niebla se fue disipando dejaba un rayo de
luna sobre el piso mojado de la acera. Ella no tenía abrigo y sabía que si
salía a esa hora, pescaría una pulmonía. No podía darse ese lujo.
El sol saldría en pocos minutos y
así, si, ella, se iría al conventillo, donde la madre le cuidaba al niño que le
dejara el “Chalo”, su amor. Él, se había ido al Chaco al obraje a conseguir
dinero para llevarla, dijo. Nunca volvió. Hacía como dos años que había perdido
la esperanza. Ella se “conchavó” en una tienda, pero el dueño se propasó y se
tuvo que ir. Ni siquiera pudo cobrar los cinco días que había trabajado. Trató
de ser sirvienta, pero cuando la veían tan bonita, las mujeres no la aceptaban.
Los hijos se la tratarían de llevar a la cama. ¡Bueno, así es la vida!
Cuando llegó la primavera, conoció
al Tano y la contrató en el boliche. Tenía que cantar y bailar para los obreros
de los barcos, como siempre estaban borrachos, no importaba si cantaba bien o
mal, le dijo. Le compró un vestido rojo y unos zapatos de taco aguja de charol.
Su larga cabellera negra, caía sobre sus espaldas como un río borrascoso de
seda. ¡No cantaba tan mal, después de todo!
Un día, se detuvo un taxi y de él,
bajó un gringo, que se sentó a escucharla. Era raro por ahí, ver un tipo bien
vestido y serio. Habló con el Tano y éste, lo invitó con un Fernet. Cuando
terminó de cantar, el “Tigre” la sacó a bailar una milonga. Bailó con lo mejor
que pudo porque como mujer, intuyó que su destino estaba en eso. El tipo, la
miraba con detenimiento. La llamó a la mesa.
Ella se sentó y esperó que hablara.
Pero no decía nada. Se la comían los nervios. De pronto la tomó del brazo y la
sacó a bailar un tango: “Refasí”.
Su pollera parecía las alas de una
mariposa herida. Todo en rojo sangre revoloteaba en brazos del Gringo. Mañana
cantarás en el Chantecler. Y le dejó un fajo de billetes con la orden de
comprarse ropa y todo lo que necesitara para ese lugar, para que brillara. El
Tano, sonreía. Ahora tendría que buscar
otra “mina” para el bolichón del bajo.
Cuando fue a doña Ercilia y le pidió
que la peluqueara, la miró raro. ¡Estoy por trabajar en el centro! Nada raro,
¿sabe? Y le hizo un baño de crema y le aclaró un poco el pelo y le arregló las
uñas y le dijo:- Peinate así, con una poco suelto y otro recogido. Y esa noche,
a la hora precisa, llegó un taxi y la vino a buscar y ella con su vestido negro
de seda, parecía una reina. Felipe, el niño, la miró embobado y le mandó mil
besos con su manito flaca. La madre lloraba bajito, como si la fuera a perder.
Llegó al Chantecler, las luces la
dejaron muda y ver esos tipos y mujeres con ropas brillantes la asombraron
bastante. La llevaron por un pasillo y le mostraron su espacio. Allí había una
rubia muy bonita que le prestó su labial bien rojo, le puso máscara de
pestañas. Y la llamaron para cantar. Cantó como una diosa. Y luego bailó como
un hada. Los aplausos estallaron y su vida también.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario