Había
dejado de llover. Leandro entró al comedor y comprendió que había llegado demasiado
tarde. Se oía la cascada de los desagües
desagotando agónicos el canal de la azotea sobre el pequeño patio interior.
Estaba solo. Unas sombras se alargaban en los mosaicos mojados. Dejó el
paraguas húmedo como pena, apoyado en la silla. Se quitó la bufanda y los
guantes que hacían juego con el hilo de sangre que se diluía en el torrente
hacia la pequeña rejilla de la terraza. Lo vio allí caído. Solo, quieto. La cabeza
destrozada contra las frías baldosas. ¿Por
qué a él? ¿Por qué en su traga luz? ¿Por qué ese hombre que llenaba de sueños
sus largas tardes grises de domingo?
Ahora que era primavera, él le dejaba ese regalo entre sus
plantas. Cortó una flor de una maseta. Se la puso en la mano y fue al teléfono.
Marcó el número que él, un día le dejara. Se sentó y lloró. Quedó solo. La
noche cubría la ventana como cortina de
pena.
Lo miró a los ojos, quería
escrudiñar su alma... quería saber si aun su amante lo odiaba. Te extrañaba,
pensó. Pero no esperaba que me hicieras algo así, tan desatinado. Todos se
enterarán que éramos amantes. Se reirán de ambos, sin piedad.
¿Quién llenará mi alcoba con perfume de almizcle y romero
en las siestas de verano?
Llegó la
ambulancia y llamaron a la policía. No podía explicar lo sucedido. El cuerpo de
Luciano masacrado. Los vecinos vinieron a mirar y se admiraban de lo limpio que
estaba todo. Las plantas del traga luz perfumando el pasillo y los
departamentos cercanos.
Leandro
demostró que no había estado en casa. No había un arma ni huellas por ningún
lugar. Nadie había escuchado gritos ni peleas. ¡Son tan discretos estos chicos!
Raro, muy raro. La puerta no estaba rota ni las ventanas. Se llevaron a Luciano
envuelto en una sábana blanca con el monograma que bordó la tía Felicitas.
Parecía un duende.
La
policía rebuscaba algo… para inculparlo.
Él, estaba anonadado. Les mostró cada rincón, cada resquicio, cada escondite de
la casa. Nada. No encontraron nada.
Se fueron
sospechando que había algo escondido.
Desde el
altillo de la casa de al lado, una ráfaga mostró un rasguño de sangre en la
pared. Se movió alguien en la ventana. Era un muchacho hermoso que lo miraba
con odio. Leandro cerró la puerta y corrió la cortina. Supo que había sido él.
El intruso. Mañana lo denunciaría.
Al amanecer
salió rumbo a la calle y no vio el arma.
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