Dentro del
paisaje salvaje de mi espíritu habita una pequeña enamorada de la vida, una
mujer llena de vida y añoranzas. En una época
conocí a quien marcó en mi alma una profunda marca, se llamaba Beba, era
una muchacha frágil y rebosante de curiosidad, con un mundo rico y muchas ganas
de compartir su magia. Era hija única y yo pasé casi a ser su hermana por
cariño. Sana de alma y de talladura
juiciosa en sus ideas. Me enseñó a soñar despierta y caminar por
rincones y parajes impensables. ¡Pero estaba cincelada con magnolias, con
estrellas, con pétalos de rosas y jazmines!
Aprendí de
Bebi a encaramarme en la luna, a correr por encima de las olas salobres y
serenas de un mar imaginario, a caminar entre los nidos de las aves que
migraban desde lejos sin que echaran vuelo, temerosas. ¿Cuánto pude aprender
junto a ese espíritu lleno de delicadeza? Pura como una rosa blanca, sin
mezquindades propias de la infancia, sí, dije infancia porque apenas tenía doce
años. Gracias a ella hoy tengo mis ramas habitadas de rosas y de locas ideas
peregrinas. Mi árbol azucarado de pétalos azules, inhóspito de malicia y lleno
de sonrisas y de besos de amor que me quedaron en la trasnochada oscuridad del
ayer adolescente descubriendo el afecto de un muchachito asustado en su
revelación de hombre. ¡Casi torpe como una mariposa!
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